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M´hijo, el futbolista
A comienzos del siglo XX la mayor pretensión de un padre era que su hijo se transformara en profesional. Florencio Sánchez plasmó en su obra "M´hijo el Dotor" el sueño de aquellos que veían en una carrera universitaria la síntesis de un futuro generoso y socialmente aceptable.
La llegada de miles de inmigrantes que escapaban de la guerra, ávidos de mayor instrucción, alimentó aún más dicho mito.
Ser médico, abogado, ingeniero era signo de distinción. Así era costumbre, antes de citar el nombre y apellido del fulano, resaltar en mayúscula su título.
Allá por 1930 nuestro país fue conocido como "el granero del mundo". La fertilidad cerealera de nuestra pampa gringa daba de comer a buena parte de la humanidad.
Muchos hijos y nietos de tales esforzados pioneros pudieron acceder a una formación superior. Fueron ellos quienes poco a poco, con sus conocimientos, complementaron el resto de las tareas productivas y de servicios de nuestro país.
Un siglo más tarde
Un siglo más tarde, nuestro campo -retenciones mediante- enfrenta enormes dificultades para producir y comerciar.
Paradójicamente, lo que no ha mermado es la siembra y exportación de jugadores de fútbol. Los clubes primermundistas, transformados en verdaderas empresas, encuentran en los bisnietos y tataranietos de aquellos que bajaron de los barcos a los deportistas más codiciados.
El hambre de prosperidad y la facilidad en la adaptación -que la primera circunstancia trae aparejada- ha propiciado la búsqueda de noveles jugadores forjados en estas tierras. La diferencia cambiaria y la reputación del deportista argentino son un plus adicional a la hora de evaluar ventajas comparativas.
Así nuestro país se ha convertido en una suerte de semillero del fútbol internacional. Hay jugadores renombrados e ilustres desconocidos en clubes de todo el planeta.
Una esquiva tabla de salvación
Hoy que un hijo juegue en un club de fútbol profesional es el sueño dorado para muchos padres y una transferencia el exterior, el elixir más almibarado.
Tal ambición no sería reprochable, si el joven jugador participara libremente de tal convicción y encontrara en el fútbol un espacio propio de crecimiento y felicidad.
Mas en tiempos de crisis, no son pocos los casos de padres que encuentran en el porvenir de su hijo su esquiva tabla de salvación. Es allí donde el comportamiento de los mayores adquiere ribetes preocupantes.
La exigencia desmedida, la presión permanente, el apasionamiento mal entendido y la mala educación son una constante en muchos de los campos de juego infantojuveniles de nuestro país.
Recientemente este matutino destacó la violencia física ejercida por un padre contra su propio hijo -un niño- por haber perdido un partido de fútbol del Mundialito. La ceguera que un comportamiento como el descripto acarrea pierde de vista los más elementales códigos de una relación paterno-filial.
Tal obnubilación genera, no pocas veces, un efecto indeseado: la deserción y la saturación del deporte a edades tempranas.
El niño o el joven pierde así el regocijo que la práctica deportiva otrora le generaba. En tal orden, cuando el juego deja de ser juego y la actividad deja de reportar disfrute para quien la practica, se pierde definitivamente su verdadera esencia.
Ello no significa claudicar en el esfuerzo ni dejar de apuntar a la superación. Pero ésta debe ir acompañada de la mano educadora de los padres, profesores y entrenadores.
En el camino de la elite deportiva, algunos pocos llegarán a ser profesionales y muchos quedarán en el camino. Ésa es la regla del juego.
Mas sería importante que tal decantación natural no tuviera como causa provocadora el proceder cuasi patológico de algunos progenitores.
El deporte sano constituye una verdadera escuela de formación. Pero la educación tanto hoy como en el siglo pasado debe empezar siempre por casa.
MARCELO ANTONIO ANGRIMAN